domingo, 2 de febrero de 2020

Extravío

Mariana me pegó una cachetada que me voló los lentes de un lado de la habitación hacia el otro. Los demás presentes en la habitación, Pablo y Jimena, solo veían en silencio. Pablo, que se encontraba a mis espeldas, parecía disfutarlo. "Como pudiste", decía Mariana, "perderlo" con mirada decepcionante, "algo tan importante para mí". Me sentí avergonzado y desprovisto de orgullo y todo lo que sostiene al alma. Le dije a Mariana que iba a encontrarlo, implorando perdón, casi de rodillas y con lágrimas, en una situación bochornosa y estúpida, como ver a una hormiga encerrada en círculo de sal o un perro persiguiendo su propio rabo con rabia. "Ya buscaste", dijo Jimena, "y no está", me miraban los tres a la vez, "lo perdiste" concluyó Pablo, y yo caí, caí al piso del departamento, cual Icaro al mar Icaria, con un sentimiento de destierro, empujado por Dédalo, condenando a su propio hijo a la caída del exilio, a la incertidumbre de mi fortuna, a la nave de los locos. 
   Le dije que iba comprar otro, y salí corriendo en busca de la redención, como si la redención se comprara a la vuelta de la esquina, pero no había nada más que quisiera que volver sin las manos vacías y decirle a Mariana "lo conseguí, acéptenme de nuevo, déjenme pertenecer a vosotros". 
   Pero por fortuna del destino o por azar, como ocurren todos los milagros, me encontré con la redención. Ante mí, apareció un Ángel, tenía rostro de mujer, ojos celestes y rizos dorados, cuerpo de perro y garras de león, una cola de serpiente y alas de ave rapaz. Mantuvo su cabeza con fija mirada y en un arrogante ademán que indicaba saludo y desprecio, al mismo tiempo que pena y compasión, habló, "soy la Esfinge de Etiopía", su voz era pura canción. "Yo soy...", me atreví a decir, "sé quién eres", respondió, "joven mortal", yo al principio no entendía lo que me decía, después de hablar un momento comprendí, estas criaturas divinas se manifiestan en el lenguaje onírico de la psicología, así que técnicamente no hablábamos, sino que yo pensaba y ella leía, ella pensaba y yo escuchaba, Un dialogo extraño, porque incluso sabía mis respuestas antes de construirlas gramaticalmente en mi pensamiento. Y entonces me preguntó "¿Porqué le temes a un nombre?" y le respondí, "porque soy el fuego absorbiendo al carbón", y como si yo no hubiera comprendido su pregunta, insistió, "¿Porqué le temes a tú nombre?" y le respondí "libertad", y ella dijo, "estar lejos de tu nombre no te dará libertad"; y luego, saboreando cada letra saliendo de sus labios, me dijo "estúpido". ¡Oh, que dulce voz tenía!, en ese momento me di cuenta de la mágica ambigüedad de las palabras. "No le temas a un nombre" dijo volviéndome a hablar, su rostro era lúgubre y me quemaba como el acero ardiendo, "no temas a un nombre", entonces tocó mi cara con su cola de serpiente, "no más miedo" dijo, "no más miedo" repetí, nos sonreímos, "Tu nombre, no escapes de él" dijo con oscura afabilidad; y sentí por primera vez ser dueño de mis pensamientos, y me volví a sentir dueño de mi propio hogar, sentí que no era temor lo que yo sentía, era inadecuación, no temor, sentía que no pertenezco a mi nombre o que él no me pertenecía a mí. Inadecuación. Y entonces, volvió a tocarme con su cola serpenteante, y yo supe lo que ella pensaba, que yo era un estúpido, un estúpido sin remedio; y ella supo lo que yo pensaba, que ella era un Ángel, y que los Ángeles nunca podrían sentir la imperfección, la vergüenza, la inadecuación. Y me beso, y la besé. Y sentí elevarme por los aires junto a ella en una danse macabre sonando en todos los rincones, con Camille Saint-Saëns dirigiendo la orquesta desde el cielo, o desde el Hades, da igual, el éxtasis era el mismo. 
Instantáneamente recordé dónde lo había dejado y volví al departamento. Cuando entré a la sala, se indignaron con mi tardanza. Y les dije la verdad. "¿Un Angel?" preguntaron aterrados con angustiosa voz, como si en mi relato hubieran cambiado la palabra "Ángel" por la palabra "Demonio". Yo sabía qué palabra había utilizado, más no la que habían escuchado. Pablo se reía de mí, Mariana y Jimena dudaban de mi salud mental, y yo dudaba de su falta de fe. "¿Falta de fe?" preguntó Jimena con voz inquisitoria, "pero si vos sos ateo", "sí" inquirió  Pablo, "ateito", "el ateito" me decía siempre. y entonces le respondí que "ser ateo", fue estupendo ver sus caras al decir esto, "no impide discernir el bien del mal", y con mi voz tranquila y exuberante aseveré "y al fin encontré lo que había perdido", se lo dí a Mariana en sus propias manos y concluí; "no quiero su círculo de pertenencia", y me fuí, con el Ángel, o el Demonio, con la locura o la estupidez, la inadecuación del fuego absorbiendo el carbón, la invisible insignificancia de un calor estúpido que se apaga y se diluye para descansar de sí mismo. Y corría, y bailaba, al escuchar el canto de la Esfinge, que recitaba con el encaprichado encanto cortesano de una balada medieval; "Oh estúpido niño, eres poeta, estúpido mortal, serás el último en todo, oh estúpido jovencito, nunca más veras una flor".
 


Edipo y la esfinge de Gustave Moreau (1864).

lunes, 27 de enero de 2020

Un cuerpo lleno de hormigas

Lleno. Un cuerpo, acaecido en el suelo. La truculenta completud de un cuerpo vibrante, carcomiéndose, desintegrándose. Dueño, solamente, de su abandono y arrojo, de las miradas casuales de quien pasa sin interés, frente a lo que antes fue un gato. Sí, un gato, ese cuerpo era un gato. Con todas y cada una de las cualidades que hacen, de un gato, un gato. Un gato que supo de manos y regazos, de soledades elegidas, miradas furtivas, siestas y baños sin horarios ni demoras, de la espectacular valentía que implica, aún siendo un gato, cruzar la calle de la avenida Alem en la hora pico. Un gato, que ahora, nadie se digna en sepultar, ni a tocar, ni a ver. Por miedo a ver lo que cualquiera con ojos que funcionen y tenga el sentido común intacto vería. Un cuerpo. El miedo de cruzarse durante nuestra cotidiana vida con la ambigüedad que genera algo tan común como un simple gato y el sentimiento de lo desposeído y arbitrario. Un cuerpo. Lleno, un cuerpo lleno, un cuerpo lleno de hormigas.




domingo, 26 de enero de 2020

Un perro mestizo

Estoy en el puente interprovincial. El límite de Neuquén y Río Negro. Lo espero a un lado de la ruta 22, como lo habíamos pactado hace unas horas atrás. La suma de la plata que me prometió me alcanza y me sobra para irme de la Argentina. Andar con plata de un día para otro es raro acá.
    Una Ranger estacionó a un lado y el gitano bajó. El gitano, así me dijo que lo llame, aunque dudo de que en realidad lo sea, es como me habían dicho que era. Abrió la puerta de atrás y sacó con esfuerzo un bolso de cuero que se retorcía y producía gritos apagados. El gitano me miraba como esperando a que me mueva, a que dijese algo, ¿pero qué mierda iba a decir?  no se me ocurrió ni una puta palabra.
-Sacá al perro- me dijo.
-¿Qué?
-¿Sos sordo pelotudo?
     Me quedé unos segundos mirándolo. Abrí el bolso. Adentro hay un perro y una chica. Veo al perro, veo a la chica, los dos están asustados.
-¡Sacá al perro!- me gritó el gitano
Saqué al perro a la vez que luchaba con la piba para que no se salga.
-¡Sacame de acá!, ¡dejenme salir hijos de puta!, ¡No me toquen, hijos de puta!
En la lucha, agarro al perro de la oreja, hasta que con mi mano libre pude cerrar el bolso con la piba dentro. El perro me muerde la mano, me entierra los colmillos en un corte oblicuo de la muñeca hasta la palma. Si no fuera porque el gitano le pega una patada que lo tira al piso, seguro se me escapaba. Y como se escapaba el perro de las manos también la plata.
     El gitano es viejo pero se nota que tiene fuerza, la suficiente como para derribar al perro de una sola patada. El perro, no tan grande, y a pesar que se ve arruinado, tiene sus quilos. Es un perro común, un perro mestizo, parece sacado de los barrios pobres. El gitano da otra patada y el perro aúlla. Siento que la última patada tenía mi nombre, por mi ineptitud, ¿en donde íbamos a conseguir otro perro a esta hora?
    Por primera vez desde que llego el gitano me habla tranquilo.
- Subí el bolso a la camioneta y agarrá al perro - sacó una pala del baúl - Seguime.
    Lo sigo. Él lleva la pala. Yo cargo al perro. Está pesado y tiene olor a basura. Estamos bajando al río. Deben ser casi las cuatro. No se ve casi absolutamente nada, pero la luna se refleja en el río y se escucha el agua chocando contra las piedras.
- Dejalo en el piso- me dijo tranquilo como antes.
Dejé al perro en el piso y el gitano me dio la pala.
- Cortale la cabeza- me dijo
Me quedé viendo su silueta oscura; - Pero esto es una pala - le dije incomprensivo.
- Sí - me dijo el gitano
- ¿Usted quiere que le corte la cabeza con una pala?
- Sí - me dijo el gitano
Me quedé mudo buscándole en la oscuridad los ojos al perro, hasta que finalmente los encontré, esos ojos que me miraban atravesando la oscuridad. El perro ahora es un bulto negro que se queja, un bulto negro que me mira. Se oye el perro y el río. Agarré la pala con las dos manos, y como si estuviese por cavar el pozo más profundo de mi vida le apunté a la garganta, y la bajé, bajé la pala con todo mi peso. Una vez, dos veces, tres veces. La pala tocó la tierra. El gitano no habló pero hizo un gesto que sí pude diferenciar. Me sacó la pala de las manos y apuntó la cabeza del perro. Volvimos a la ruta. Llevaba el hocico con mi mano lastimada. Con la luz de los faroles vi que ya no había diferencias entre mi sangre y la del perro. Sus ojos muertos seguían clavados a mí.
El gitano guardó la pala - Metela al bolso.- me dijo; y sin mirarme entró a la cabina del conductor.
Abrí la puerta, abrí el bolso. La piba me miró aterrorizada. -Perdón.- le dije. Y dejé la cabeza ensangrentada dentro del bolso. La chica gritaba. - ¡Qué hicieron!, ¡qué hicieron!
Cierro el bolso. Otra vez gritos apagados.
-Subite - me dijo el gitano señalando el asiento del acompañante.
     Me subí. Arrancó la camioneta.
- No pidas perdón - me dijo mirando al frente.
- ¿Por qué?
- Los hijos de puta no piden perdón.- sonrió
     Paró frente a una casa grande y vistosa. Gente de plata.
-Bajala. Ponela en la vereda.- me dijo el gitano
Lo hice. Volví al auto. El gitano arrancó.
-¿Esa es la casa de la piba?- me atreví a preguntar
-Para que aprendan - dijo
Supuse que sí. No entendí qué era lo que debían aprender, ¿que  el mundo está lleno de hijos de puta?, no le respondí, y le pregunté por el perro.
- ¿Qué tiene el perro?
- ¿Era de ella?
- Era un perro cualquiera. Como vos. - me respondió.
     Llegamos a mi casa. El gitano sacó de la guantera un sobre, "lo que acordamos", dijo, y entonces bajé. Voy hacia la puerta. El gitano todavía no se va, me mira cómo busco mis llaves. Baja la ventanilla y me vuelve a hablar.
- Che, el perro.- me dijo
- ¿Qué tiene el perro?
 - Yo lo hubiese matado... digo, antes de... lo hubiese matado, antes. Un golpe, no sé.
Lo quedé mirando sin decir nada, hasta que se fue. Entré a mi casa y dejé el sobre en la mesa, junto a la botella de coñac que estaba tomando la noche anterior.
      Agarré mi celular. Me saco dos fotos. El flash me golpea las pupilas. Veo quién soy. Veo quién ya no soy. Veo los ojos del perro. Abro el coñac. Esos ojos muertos mirándome. El daño ya está hecho. Ahora debo dañar esa parte del cerebro que crea los recuerdos para que se apaguen las imágenes. Esos ojos.




jueves, 23 de enero de 2020

Disfraz de margarita - Argos

En las praderas que broncea el sol entradas las seis de la mañana hasta las nueve pasado el mediodía, nacen en primavera, ciertas margaritas silvestres muy particulares. Matilda sabe de ellas y su particular belleza. Todos los días sin falta, cruza el campo para regarlas, se lo toma como un trabajo no remunerado, aunque su sueldo es verlas en su primer color de la mañana tan cuidadas y saludables como cuando se aproxima un nuevo ocaso. Sin embargo, aunque nadie lo hubiera creído, Matilda es humana, un día enfermó y desde entonces ya no pudo hacer el mismo viaje de todas las mañanas para encontrarse con las margaritas. Me dijo que se sentía muy sola y enferma, y pensaba que las margaritas también se estarían sintiendo solas y enfermas. "Te traigo un par en un florero, y las dejo junto a tú cama" le dije, y me contesto, "¡NO!"; su respuesta me hizo sentir que iba cometer un asesinato. Maltida era la única persona que las margaritas conocían, y podría jurar, que Matilda se sentía como su madre y ellas como sus hijas. Las alimentaba y educaba en su regazo de amor materno, y viceversa, pues hijos e hijas enseñan a ser madre a su vez. No me cabió duda, al verlas, y lo comprobé con mis propios ojos, que Matilda es quien era alimentada, cuidada y educada por las particulares margaritas que nacían entre los yuyos rodeados de arbustos enanos y la vigilancia imponente de un nogal que aparentaba el triple de la edad de Matilda. Supe esto al llegar a este santuario de la vida, y pude comprender al fin, las historias de Matilda y su secreto,. Después de muchos mates con Matilda e ir incontables veces a encontrarme con estas peculiares y simpáticas margaritas, descubrí, como dije, su secreto. Las margaritas le enseñaron la técnica milenaria del disfraz, y a cambio (porque siempre hay algo a cambio. Ley primera de la alquimia.), Matilda les enseñó a ser Mujer. En un esplendido disfraz de mujer, Matilda se paseaba por el pueblo, hacía las compras de siempre, sin que nadie se diera cuenta que vivía una margarita entre nosotros, una margarita entrenada en el arte del disfraz. Cuando yo iba a su casa por las tardes, no sabía si hablaba con Matilda o con las margaritas, cuando iba al campo siempre verde, no sabia si allí estarían las margaritas o Matilda en su lugar.
Matilda enfermó y murió. A fin de cuentas es humana, y las margaritas, particulares o no, son solo flores.
 Matilda y las margaritas (ya no se con quien pasé más tiempo, si con una o con las otras), me enseñaron la sencilla profesión del disfraz, la hermosa sencillez que amé de Matilda y que me reconcilia cuando me siento sólo y enfermo.

La rosa de roble de René Char

Cada una de las letras que componen tu nombre, oh Belleza, en el cuadro de honor de los suplicios, desposa la llana simplicidad del sol, se inscribe en la frase gigante que cierra el cielo, y se asocia al hombre encarnizado en engañar a su destino con su contrario indomable: la esperanza.

Un sueño olvidado - Argos

22 p.m. La tibieza de un vaso de agua me aclara la garganta. Me recuesto, pienso en mañana, lo que tendría que hacer. Voy a tomar el colectivo en la ruta 22. Tiene que ser temprano. Tengo que estar devuelta a la hora del almuerzo. Las paredes se desmoronan, tiembla el piso bajo mis pies, la oscuridad golpea el silencio. 4 a.m. He vuelto a las entrañas de la realidad.

lunes, 20 de enero de 2020

Un puñado de cicatrices - Argos

Soy muy buen cebador de mate, Renzo lo sabe, pero todavía no me lo ha dicho. Yo lo sé porque nunca me dice gracias antes de que se me acabe el agua del termo. Aprendí de mi abuelo a cebar amargos y de Laura a cebar dulces. Mi abuelo murió y Laura me dejó. Fue hace mucho.
Renzo es mi amigo de la infancia, y desde que su novia lo dejó está viniendo a casa mucho más seguido a tomar mates. Yo lo entiendo. No hablamos de grandes cosas ni nos ponemos a filosofar, aunque sí hablamos mucho, y el mate te hace hablar el doble.
Hoy, mientras tomábamos mates con Renzo, como de costumbre a las seis de la tarde, en mi casa, frente al tele, me llamó la mamá de otro de mis amigos de la secundaria. La madre de Julio me hablaba llorando. Julio había muerto. Me dijo, "Chinito, el Julio se murió" y entre lágrimas esperó mi respuesta. -¿¡QUÉ!?, ¿CÓMO? ¿QUÉ PASÓ? -Un accidente en el auto, iba solo. Otra vez se quedó esperando una respuesta y al no recibir ninguna se despidió con un "chau chinito" y cortó la llamada.
Renzo me miraba y no entendía. Le expliqué. Él lo conocía muy poco a Julio, así que fue entendible que su reacción no fuese como la mía. Me dió unas palmadas en el hombro. Yo tenía la cara perdidamente desfigurada. Sentí un baldazo de agua fría, como dicen. Pero no lloré, no podía llorar. Llegó mi mamá de hacer las compras y se lo conté. Fue casi instantáneo, se largó a llorar.
Esta noche lo velan a mil kilómetros de distancia y yo mañana rindo un final en la universidad. Me quise quedar pero fue muy estúpido pensar que se puede hacer omisión de la muerte de un amigo para rendir. Pospuse lo inposponible. Tal vez fue el miedo paralizante, el mismo que cuando tenía diez años no me dejó entrar al velorio de mi abuelo. Si no fuese por mamá que me insistió no entraba. Hoy también me insistió. Pero mis escusas de que ya había pagado la cuota y que era la tercera vez que la rindo, y que si voy un momento y me vuelvo de todas formas no llego a rendir, voy después. Esa noche no dormí, pero pude llorar y eso fue necesario y suficiente para mí.
Pasaron algunos años y todavía siento algo de culpa de no haber ido.
Hoy Renzo me contó que falleció su padre, fuí al velorio y el estaba entero, sin lágrimas, sin la cara hundida por la tristeza. Lo abrazé muy fuerte y no nos dijimos nada. Solo nos miramos y pude ver en su cara un micro gesto de "superación", el mismo gesto que le vi cuando me hablaba de su separación, el mismo gesto que él debió ver cuando le conté que Laura me dejó, el mismo micro gesto de "superación" que vio mi mamá en mí cuando le dije que no iba a ir al velorio de Julio porque al otro día rendía. Es increíble esa necesidad de "superación", pero es innegable, ahora viéndolo muchos años después de todo lo que pasó, lo sencillo de notar pasado el tiempo, que enmascaramos la negación con un envoltorio de papel que llamamos "superación". Hacemos un teatro y nos inventamos roles y posponemos el dolor, posponemos lo inposponible y le decimos superación, pero que en realidad es una gigante careta inconsciente de negación. ¿Qué es eso de superar la muerte de un amigo, un familiar o superar que alguien que amabas te deje? Comprendamos que somos un puñado de cicatrices, y las cicatrices no se superan, se sufren y luego se aceptan.

Extravío

Mariana me pegó una cachetada que me voló los lentes de un lado de la habitación hacia el otro. Los demás presentes en la habitación, Pablo ...