lunes, 24 de junio de 2019

Fragmentos de: LLAMADA DE AUXILIO - ROBERT ARTHUR

Por décima vez en aquel día, Martha Halsey leyó en alto, y con voz ligeramente temblorosa, la noticia aparecida en el Dellville Call: "La firma de bienes raíces Boggs y Boggs anuncia que hoy ha puesto a la venta la vieja mansión. Halsey, que se halla situada frente a los Tribunales. La venta de la casa, propiedad de las señoritas Martha y Louise Halsey, ha sido ordenada por su sobrina, la señora Ellen Halsey Baldwin." Esta vez Louise, con las manos, surcadas de venas azules, escondidas entre los pliegues de la colcha en que estaba trabajando sobre su silla de ruedas, no dijo nada. A las palabras de Martha sólo respondió el viento de Nueva Inglaterra que, al azotar la vieja casa, tan lejana del ruido y el bullicio de la ciudad, producía un agudo ulular. Durante todo el día, desde que Ellen trajera el periódico del buzón, inmediatamente después del desayuno, las dos mujeres habían estado releyendo y comentando desde todos los ángulos la noticia. Primero Louise insistió en que debía de tratarse de un error. Martha respondió, con un bufido, que ni hablar. Luego Louise sugirió que llamaran a Ellen y le preguntasen. Sin embargo, desde lo profundo de su cerebro, cierto instinto de precaución aconsejó a Martha decir que no. Y ahora, tras un día de incesante especular, exhaustas ya de tanto emitir conjeturas, la respuesta se le apareció, radiante, a Martha. Aquél era el único motivo posible y, al aceptarlo, todos los acontecimientos que se habían producido en los seis meses anteriores - incluyendo la muerte de la pobre "Queenie", la semana pasada -, cobraron valor. Antes de hablar, Martha contuvo el aliento. Luego, con lentitud y calma, reveló la verdad a Louise: -Louise: estoy convencida de que Roger y Ellen desean matarnos. -¿Matamos? - Louise, desde su silla de ruedas, le dirigió una mirada de incredulidad -. ¡Oh, no, Martha! -No puede ser otra cosa - replicó su hermana. Sus facciones, eran duras como el granito de Nueva Inglaterra. A pesar de sus ochenta años, los ojos de la mujer fulguraron. Siguió -; Ahora comprendo por qué Roger y Ellen insistieron tanto en que abandonáramos nuestra casa de la ciudad y nos viniéramos a vivir con ellos
. y 157 Recopilación de Alfred Hitchcock Prohibido a los Nerviosos también por qué nos persuadieron de que les diésemos plenos poderes para que Ellen pudiera manejar lo que Roger llamó tediosos detalles menores referentes a nuestra fortuna. »Cuando se examinan los hechos bajo la adecuada perspectiva la verdad resulta diáfana. Primero, Roger y Ellen nos aislan de todos nuestros amigos y vecinos. Ahora tienen el valor de vender nuestra casa. Y no cabe duda de que, pronto, muy pronto, esperan heredar nuestras acciones y bonos. -¡Pero eso no podrá ser hasta que muramos! – jadeó Louise. -Ahí quería ir a parar. Martha se levantó y fue trabajosamente hasta la ventana de la salita-dormitorio que ambas hermanas compartían. Para no causar trastornos a su cadera enferma, no se movió con excesiva prisa. El viento otoñal de Nueva Inglaterra agitaba las desnudas ramas de los árboles que rodeaban la vieja mansión colonial. Martha abrió la ventana, exponiéndose a la fría ráfaga de aire que entró. -j"Toby", "Toby"! -llamó-. ¡Ven, "Toby"! No se produjo ningún «miau» de respuesta, ni acudió a la llamada ninguna forma color canela. La mujer cerró la ventana y regresó al círculo luminoso producido por la gran lámpara de kerosene que había sobre la mesa del centro, cerca de la silla de ruedas de su hermana. -Primero "Queenie" - dijo, con desesperación-. Ahora, "Toby". Ya verás: mañana o pasado, Rober traerá a "Toby", tieso y frío, y simulará que se siente desolado... Lo mismo que hizo la semana pasada, cuando trajo a "Queenie". Y "Toby" estará envenenado, desde luego. Martha dirigió una fulgurante mirada a su hermana, Louise apartó los ojos. -¡Pobre "Queenie"! -dijo-. Roger opinó que debía de haberse comido algún cebo envenenado de los que dejan los agricultores. Y eso es cierto, Martha. Los campesinos... -¿Crees que "Queenie" iba a comerse algo así, acostumbrada como estaba a que la alimentaras con tus propias manos durante ocho años? -preguntó Martha-. "Queenie" era una gata muy escrupulosa. Te diré quién la envenenó: ¡Roger, y nadie más! Mientras el viento silbaba alrededor de aquel ala de la vieja mansión, Louise la miró. -Pero..., ¿por qué? -Piensa en este último mes, en los achaques que has tenido. Un día te sientes débil y enferma. Al siguiente, estás mucho mejor. Luego, un par de días más tarde, vuelves a encontrarte mal. ¿Cómo explicas eso? -Cuando una pasa de los setenta y cinco... -Qué tontería! Cuando estábamos en casa, nunca tuviste esos achaques. -Sí... Eso es cierto. Nunca los tuve. -¿Entonces? No creo que tenga que recordarte que, como farmacéutico, Roger tiene acceso a toda clase de drogas... Incluidos los venenos. -jOh, Martha, no! -Roger es muy listo. Lo hace poco a poco, de forma que nos vayamos sintiendo paulatinamente enfermas y un día muramos... debido a «causas naturales».-Martha pronunció las últimas palabras en un tono casi silbante -. Todos tus síntomas, Louise, corresponden al envenenamiento crónico, probablemente con arsénico. "Queenie" comía de tu plato y, siendo mucho más pequeña, murió, mientras tú sólo te sentiste mal. Y Roger nos la trajo contando la estúpida historia de que se había comido un cebo envenenado puesto por algún granjero. Martha aspiró profundamente y prosiguió, con sarcasmo: -Entonces Roger comprendió que lo mismo podía sucederle a "Toby". Sólo que "Toby" quizá se pusiera enfermo aquí, delante de nosotras, y tal vez eso nos hiciera sospechar la verdad. Por tanto, decidió cuidar personalmente de él. Y ahora el pobrecillo "Toby" ha desaparecido. -¡Qué horror! - gimió Louise -. Pero..., ¿cómo puedes estar segura? -Basándome en las pruebas, incluyendo el nuevo coche que Roger trajo ayer. -Pero, en realidad, no se trata de un auto nuevo - objetó Louise -. Es de segunda mano. Y Roger necesitaba uno, porque el invierno se nos echa ya encima. -Ahí está la clave: necesidad. Roger y Ellen necesitan dinero imperiosamente. Ya sabes lo poco que Roger gana en la farmacia del señor Jebway. Debes considerar todos los hechos. Hace dos años, cuando vino a este lugar, Roger era un don nadie, un completo desconocido. Conoció a Ellen y no cesó hasta casarse con ella.
Sin embargo, admitámoslo, Ellen no vale gran cosa. ¿Por qué atrajo tanto a Roger? En aquellos momentos ya me lo pregunté. Ahora sé la respuesta. Fue debido a que Ellen era nuestra sobrina y única heredera. Y nosotras poseíamos la casa y las acciones y bonos que papá nos dejó. Roger vio ahí su oportunidad. Se casó con Ellen con la idea que, en un día muy próximo, podría echar mano a nuestra propiedades... envenenándonos a las dos. -Lo de Ellen es cierto - admitió Louise, con un gesto de duda en las pequeñas y arrugadas facciones -. Es fea. Pero posee un carácter muy dulce, y los hombres no siempre se casan atraídos por una bonita apariencia. Martha apuntó a su hermana con un huesudo dedo. -Sabes tan bien como yo que Ellen ha cambiado. Te habrás dado cuenta de lo reservada que se ha vuelto; de que elude hablar de la casa cuando nosotras aludimos a la eterna conversación; de las secretas miradas que ella y Roger cambian cuando se creen que no miramos. Y, sobre todo, de que, cuando sale a relucir el dinero, los dos cambian de tema. Martha se inclinó hacia adelante, bajando la voz. Siguió: -Lo había olvidado. Pueden estar escuchando al otro lado de la puerta. Como iba diciendo, consideraba todos los hechos. En nuestra casa de la ciudad éramos felices. Luego, el verano último, Ellen y Roger trataron de hacernos creer que estaban preocupados por nosotras. Dijeron que, a causa de mi cadera enferma y de tu artritis, no podíamos cuidarnos de forma adecuada. ¡Tonterías! Debimos vender alguno de los bonos y contratar una criada y una cocinera. -Pero, no. Como estúpidas ancianas, estuvimos de acuerdo en otorgar a Ellen plenos poderes y en venirnos a vivir aquí con ellos. Ahora estamos completamente aisladas. Nunca vemos a nadie, y apenas salimos de casa. No recibimos correo. Ni siquiera el juez Beck ha venido a vernos, y eso que le escribí hace tres días, pidiéndole - no, implorándole - que nos visitara. Le dije que deseábamos hablarle de algo importante. -¿Escribiste al juez Beck? -exclamó Louise-. No me dijiste nada. -No quería preocuparte con mis sospechas. Pero ahora estoy segura y voy a contárselo todo al juez. Si es que le vemos, porque ahora creo que Roger no mandó mi carta. Martha frunció los labios y prosiguió: -De todas maneras, debemos enfrentarnos a la realidad. Roger se está impacientando. Resulta evidente que su plan es que tú mueras antes. Luego iré yo. Y nadie sospechará nada. -¡Oh, Martha! -los claros ojos de Louise parpadearon, denotando su agitación. -Les llamaré, a ver lo que dicen. No, no creas que voy a acusarles. Pero, por la forma en que contesten a mis preguntas, sabremos cuánto tienen que ocultar. Cojeando, Martha fue hasta la puerta que conducía, a través de un pequeño vestíbulo, a la parte principal de la casa. Desde el umbral, la anciana llamó: -¡Roger! ¡Ellen! -¿Sí, tía? - respondió una joven voz femenina. Martha volvió a su sillón y poco después entró Ellen. Era una joven de ojos saltones, barbilla sumida y expresión preocupada. Secándose las manos en el delantal, anunció, sonriendo: -La cena estará en seguida. Tenemos carne asada. ¿Les apetece? -Desde luego, Ellen - replicó Martha -. Pero deseábamos hablar con Roger. -¿Alguien me ha llamado? - En el vestíbulo se oyeron unos pesados pasos y, al cabo de un momento, Roger apareció junto a Ellen. Era un hombre bajo, con cabellos como púas y un aspecto que hubiera parecido casi alegre, a no ser por las gruesas gafas y las líneas que rodeaban su boca. -Aquí estoy, queridas tías - el hombre rió, como si hubiera hecho un chiste -. ¿En qué puedo servirlas? Roger pasó un brazo alrededor de la cintura de su esposa y dirigió una alegre sonrisa a las dos ancianas. Sin embargo, sobre sus cordiales labios, sus ojos, aumentados por las gafas, parecían escrutar los secretos pensamientos de ambas mujeres. -Mis tres chicas favoritas, y todas en una misma casa. Es mi harén secreto. - Luego dio un achuchón a su esposa. -Roger, me he estado preguntado por qué no he recibido noticias del juez Beck - dijo Martha -. ¿Le diste mi 159 Recopilación de Alfred Hitchcock Prohibido a los Nerviosos carta? -Pues... no - Roger parecía lamentarlo -. Iba a decírselo esta noche, tía. Se la dejé a su secretaria. El juez Beck no está en la ciudad. -¿ Que no está en la ciudad? - exclamó Louise, mirando fijamente al marido de su sobrina. Roger carraspeó y ni a Louise se le escapó la mirada que él y Ellen cambiaron. -Se ha ido a Boston para un asunto. Su secretaria me dijo que era algo muy importante. -El juez no tiene clientes en Boston - aseguró Martha, con firmeza. -Se trataba de algo relacionado con un cliente local - replicó Roger. Su sensación de incomodidad resultaba cada vez más evidente. -¿Y cuándo regresará? El juez detesta Boston. -Dentro de un día o dos. Tan pronto como vuelva, le entregarán su carta. -Mmmm - Martha lanzó una mirada a Louise, y ésta hizo un leve ademán de asentimiento que significaba, con la misma claridad que si lo estuviera diciendo, que también ella comprendía el significado de las evasivas respuestas de Roger -. En el Call de esta semana hay una noticia que dice que Ellen ha confiado nuestra casa a Boggs para que la venda. Empleando, desde luego, los plenos poderes que le otorgamos. Estoy segura de que se trata de un error. De nuevo las dos hermanas advirtieron la rápida mirada que se cruzó entre Roger y Ellen. El aire de seguridad de Roger se alteró un poco. -Pues, no tía Martha - dijo -. La casa necesita tantas reparaciones... Creímos que ustedes eran felices con nosotros y... Bien, nos pareció que debíamos vender el edificio. -¡Roger! - Martha se puso en pie y, apoyándose en su bastón, quedó frente a él. El hombre apartó la mirada -. Recuerda que sólo admitimos venirnos a vivir contigo y con Ellen si podíamos regresar a nuestra casa en cualquier momento que deseáramos hacerlo. ¿No es así, Ellen? -Sí, claro, tía Martha - replicó su sobrina, retorciéndose el delantal. -Lo cual significa que no tenemos intención de venderla mientras vivamos. -Queremos regresar a ella - dijo Louise, con voz trémula. -¡Pero, tía Louise...! - protestó Ellen -. ¡No puedes hacerlo! -¿Por qué no, eh? - preguntó Martha, retadora. -Pues... ya estamos casi en invierno - explicó Roger, recuperando su compostura -. La casa necesita un nuevo sistema de calefacción, e instalar uno sería un trabajo largo y caro. Tal vez el próximo verano pueda hacerse. Recuerden que cuando no se está muy bien de salud, no hay nada peor que una casa fría - su aspecto era casi suplicante, aunque los surcos que había alrededor de su boca parecieron profundizarse -. Además, como dice Ellen, queremos que estén ustedes con nosotros. Creíamos que se sentían satisfechas de no vivir solas. Con una mirada, Martha advirtió a su hermana que no insistiera en sus protestas. Luego dijo: -Pensaremos en ello y lo discutiremos con el juez Beck. -jEsta es mi chica! Bueno, Ellen, vamos a cenar. Esta noche tengo que regresar a la farmacia. El señor Jebway tiene un poco de gripe. Roger y Ellen se retiraron a su parte de la casa. Martha se volvió hacia Louise: -¿Qué te parece? ¿Estás ahora de acuerdo conmigo? -¡Oh, sí! - suspiró Louise -. Roger ha dicho tantas mentiras... El sistema de calefacción de nuestra casa funciona perfectamente. Desde que papá lo instaló, hace treinta y siete años nunca tuvimos ningún problema con él. -¿Y qué cliente local iba a necesitar que el juez Beck fuera a Boston? - preguntó Martha, con leve sarcasmo -. ¿Observaste lo rápidamente que Roger decidió que debía regresar a la tienda esta noche? Lo más probable es que necesite coger más veneno del que tiene el señor Jebway. -¡Marthal - Louise se puso los dedos sobre los trémulos labios. Aquella noche, las dos hermanas durmieron mal. Martha se levantó varias veces para ponerse la bata, abrir la ventana y llamar a "Toby". Pero siguió sin producirse ningún «miau» de respuesta. -"Toby" ha desaparecido - dijo a Louise a la mañana siguiente -. Nunca volveremos a verle. -¡Pobre "Toby"! -las lágrimas empañaron los claros ojos de Louise-. ¡Son unos monstruos! Y yo que 160 Recopilación de Alfred Hitchcock Prohibido a los Nerviosos pensaba que Ellen era tan dulce... -Lo era - replicó Martha -. Roger la ha cambiado por completo. La mujer siempre sigue la dirección que marca su marido. -Pero estar dispuesta a ayudar a Roger a que nos mate... -Hasta ahora, sólo han asesinado gatos. Ya encontraremos alguna forma para evitar que nos eliminen. Tengo un plan - el tono de Martha era amenazador -. Me disgustaría recurrir a él, pero, si no hay más remedio, lo haré. [...]-De acuerdo -dijo Louise, resignada-. Y, desde luego, no tomaremos nada de lo que nos sirvan. -¡Claro que no! Ahora silencio... Acaba de llegar Roger y me parece que Ellen nos trae la cena. Se produjo un leve ruido de cacharros y Ellen entró llevando una bandeja con platos y cubiertos. Tras ella apareció Roger. Sus gruesas gafas brillaban bajo la luz. -El doctor Roberts me dijo que trajera cierta medicina especial, tía Louise - explicó el hombre. Sonrió ampliamente, tiró el frasco al aire y volvió a agarrarlo-. Hubiera sido más barata si estuviera llena de polvo de oro, pero dentro de una semana te sentirás más fuerte que un potrillo. -Muchas gracias, Roger. La tomaré más tarde. -La receta dice que antes de las comidas, y eso es ahora. Tómatela. Extrajo del frasco una píldora roja y llenó un vaso con agua. Louise dirigió una implorante mirada a Martha y luego se tragó la pastilla. -Esta es mi chica. Antes de acostarte debes tomar otra. -¿Han visto a "Toby"? - preguntó Martha -. Aún no ha aparecido. Roger se humedeció los labios y Ellen dijo, con rapidez: -¿ "Toby"? No, no lo he visto, pero estoy segura de que regresará. Estará vagabundeando. -Me pareció oírle en el sótano. Su maullido sonaba lastimosamente débil - Martha parecía ansiosa -. Por favor, Roger: ¿podrías bajar a ver? -¿En el sótano? - Ellen y Roger cambiaron una mirada de incomodidad -. No sé cómo va a haber bajado allí. Además, le habríamos oído antes. -Por favor, Roger. De todas maneras, mira. Tú también le oíste, ¿verdad, Louise? -¡Oh, sí! Estoy segura de que está abajo – dijo Louise. -No cuesta nada mirar - sugirió Ellen -. Quizá se metiera hace un par de días, cuando bajé a buscar las conservas. -De acuerdo, iré - Roger enderezó los hombros, con exagerados movimientos marciales -. Salgo hacia el sótano en misión para encontrar al viejo "Toby". Se fue y poco después le oyeron bajar las escaleras. Un momento más tarde escucharon su amortiguada voz que, desde abajo, decía: -Aquí no hay rastro de ningún gato. -Por favor, Ellen, ve tú misma a mirar – suplicó Martha -. A lo mejor "Toby" está escondido en la carbonera, y por eso Roger no puede vede. -Bien, como quieras - replicó Ellen, y salió del cuarto para unirse a su marido -. ¡Aquí, "Toby"! -la oyeron decir-. ¡Ven, bonito, ven! Cojeando, Martha fue hasta el vestíbulo y, silenciosamente, cerró la puerta del sótano. Luego echó el pesado cerrojo. -¡Ya está! -exclamó, con acento triunfal-. Ahora podremos escapar. -¡Pero nos helaremos! - gimió Louise, mientras Martha la sacaba casi a empujones de la cama y la envolvía en su grueso abrigo -. Y ellos sólo tendrán que mandar a por nosotras. -No te preocupes. No lo harán. Martha se puso su propio abrigo, se colocó un echarpe sobre la cabeza y ayudó a su hermana a sentarse en la silla de ruedas. Para entonces, Roger y Ellen ya habían descubierto que la puerta tenía echado el cerrojo y la golpeaban con fuerza. -¡Tía Martha! -llamó Ellen -. ¡Abre la puerta! ¿Porqué la has cerrado? -¡Tía! - gritó Roger -. Como broma, está bien, pero ahora déjanos salir. "Toby" no está aquí. Hemos mirado en todas partes. -No está, porque ellos le mataron - dijo Martha a su hermana, con dureza. Empujó la silla de Louise a través del vestíbulo y la hizo bajar por la escalinata del porche. La noche era terriblemente oscura y estaba llena de continuos murmullos. Un helado viento agitaba las desnudas ramas de los árboles. Louise gritó de angustia mientras Martha la empujaba por el pequeño sendero y continuaba por el camino hasta haberse alejado de la casa unos treinta metros. Entonces volvió la silla y frenó las ruedas. 164 Recopilación de Alfred Hitchcock Prohibido a los Nerviosos -Espera un momento - dijo -. Vuelvo en seguida. Cojeando, Martha regresó al edificio, sin hacer caso de los gritos y súplicas de Roger y Ellen, que surgían del otro lado de la cerrada puerta del sótano. En el exterior, arrebujada en su mantón y su abrigo, Louise esperaba, mientras el viento, como un afilado cuchillo, la traspasaba. Al fin Martha reapareció con el envoltorio que contenía las joyas de las dos. -¡Martha! - gimió Louise -. Me estoy helando. ¿Qué vas a hacer? -Ya verás -Marta se detuvo junto a su hermana, jadeante y apoyándose en el bastón-. Ya verás, Louise. Sólo tienes que mirar hacia la casa. Louise lo hizo. Tras las ventanas de la parte del edificio que había sido su hogar apareció un leve resplandor amarillo que, después de ondear por unos momentos, comenzó a crecer. Al poco rato se convirtió en una ola de fuego, parte de la cual salió por una ventana entreabierta. El incendio continuó aumentando, haciéndose más brillante y más fuerte a cada ráfaga de viento. -¡Fuego! -exclamó Louise-. ¡La casa está ardiendo! -Repartí por toda la habitación el kerosene de la lámpara -dijo Martha-. Recuerda sólo esto: Ellen y Roger planeaban asesinarnos. Ya habían matado a nuestros gatos. Teníamos que protegernos. Y, simplemente, no había otra forma. La voz de Martha se hizo acuciante al continuar: -Pero recuerda que nunca debemos decir a nadie lo que ellos iban a hacer. Eran familiares nuestros. Nadie nos creería. Que esto sea un trágico accidente. ¿ Comprendes? -¡Oh, sí, sÍ...! -exclamó Louise, excitada-. ¡Eres tan inteligente...! Ahora alguien verá el resplandor del incendio y llamará a los bomberos, ¿verdad? -Sí. Un fuego en el campo siempre atrae a alguien. Impedidas como estamos, ésta era la única forma de pedir auxilio. Después tendrán que permitimos regresar a nuestro viejo hogar. Luego se dedicaron a observar en silencio. El dedo de fuego que asomaba por la ventana se había convertido en una enorme antorcha. Tras unos momentos, oyeron, a distancia, el lejano eco de la sirena que había sobre el tejado del cuartel general de los bomberos voluntarios del pueblo. -Es un fuego tan caliente... -murmuró Louise, extendiendo las manos hacia las llamas -. Hace que una se sienta bien. El tejado del ala del edificio que ellas habían habitado se derrumbó entre un torrente de ascuas. Poco después apareció el coche de bomberos, con sus voluntarios cubiertos con cascos. Mas, para entonces, ya toda la casa era pasto de las llamas. Los recién llegados no pudieron hacer nada. En la sala de estar del juez Beck, la chimenea crepitaba alegremente. Martha y Louise la observaban desde sus asientos. Las llamas evocaban en ellas felices recuerdos. -Pronto estaremos de nuevo en nuestra casa - murmuró Louise -. Habrá gatitos que jueguen sobre la alfombra y Mary Thompson nos hará compañía. La señora Rogers tiene una hija que, por veinticinco dólares a la semana, vendrá a atendemos. Es un gasto que podremos fácilmente. -No cabe duda de que nuestro dinero durará tanto como nosotras - asintió Martha -. Me parece que el juez ya viene. La puerta se abrió y, en vez de un hombre, por ella entró un gran gato siamés. Con un satisfecho maullido, el animal saltó al regazo de Martha. -¡"Toby"! -exclamó Louise. -¡"Toby"! -repitió Martha, como un eco-. ¿De dónde diablos sales? -Me pareció que sería una buena sorpresa de bienvenida - dijo una seca voz masculina. El juez en persona, enjuto, alto y levemente encorvado, de unos sesenta años, había entrado en la habitación -. Supongo que esto paliará un poco la tristeza de esta lamentable circunstancia. Uno de los bomberos encontró a "Toby" la otra noche. Estaba cerca de las ruinas. El hombre dio a cada una de las mujeres una firme palmadita. Luego se sonó vigorosamente. -Lo siento - dijo -. En Boston agarré un terrible catarro. Es una ciudad tremenda. Ruidosa, llena de gente... -Usted..., ¿ha estado en Boston? -preguntó Martha. De repente su boca parecía haberse quedado seca. 165 Recopilación de Alfred Hitchcock Prohibido a los Nerviosos -Tres días. Sin embargo, lamento decir que no sirvieron para nada. Meneando la cabeza, el juez tomó asiento. -Este es un momento muy triste. Esas casas antiguas arden como yesca. Pero no hablemos de eso. Es mejor no hurgar en la herida. Ahora que Roger y Ellen han... bien, desaparecido, deseo hablar del porvenir de ustedes. -¡Oh, estaremos perfectamente! - exclamó Louise, con precipitación-. Volveremos a nuestra vieja casa. Y deseamos que Mary Thompson se quede con nosotras. No debe quedarse un día más en ese horrible asilo. El juez Beck volvió a sonarse. Mientras jugueteaba con la insignia masónica que colgaba de la cadena de su reloj, su aspecto reflejaba una gran turbación. -Martha... - comenzó -. Louise... - Hizo una pausa. Ambas mujeres le miraron, dos pares de brillantes ojos en dos rostros ancianos -. Para mí resulta muy difícil decirles ésto; pero mi visita a Boston fue debida a ustedes. -¿A nosotras? -preguntaron las dos, al unísono. -A la fortuna de su padre. Como saben, consistía en determinada cantidad de dinero, que ya ha sido gastada, y en cierto número de acciones del Ferrocarril de Nueva Inglaterra y Toronto. -¿Y qué? -preguntó Martha. Las dos hermanas seguían mirando fijamente al hombre. -Bien... En estos tiempos a los ferrocarriles les van muy mal las cosas y el de Nueva Inglaterra y Toronto se declaró en bancarrota el verano pasado. Ese fue el motivo de que sus sobrinos les pidiesen que se fueran a vivir con ellos, de forma que las pudieran cuidar. Ellen deseaba tener plenos poderes con el fin de que ella y Roger quedasen capacitados para manejar los restos de la fortuna sin que ustedes se enterasen de lo que había ocurrido. Yo fui partidario de decirles la verdad; pero ellos temían que eso les trastornara. De modo que todos nos pusimos de acuerdo para mantener el secreto. "Por desgracia, queridas Martha y Louise, ahora deben saberlo. Lo siento mucho; la vieja casa está inhabitable. En realidad, ni siquiera hemos podido encontrar un comprador. No hay dinero para repararla. De la fortuna de su padre no queda un céntimo. El juez Beck hizo una pausa y, con gran delicadeza, continuó: -Tal vez en alguna ocasión se preguntarán por qué Roger y Allen parecían algunas veces tan deprimidos y preocupados. Ahora ya lo saben. Créanme: a ellos no les importaba. Las querían muchísimo. Las dos hermanas se miraron con silencioso y sobrecogido horror. -El Asilo Hogar... - La voz de Louise era un trémulo susurro. Martha no dijo nada en absoluto.


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