domingo, 23 de septiembre de 2018

Juicio al reloj

Ya era tarde, estaba llegando terriblemente tarde, a pesar de que corriera como un loco sabia que no iba a llegar a tiempo. Simplemente no podía permitirme que me pasara esto otra vez, de nuevo a mí, pareciera que soy el blanco preciso del infortunio.
       Todos me miraron en la habitación y en sus rostros pude ver la decepción que se les desprendía de sus ojos al verme, hasta mi madre lo hacía, incluso mi mascota. Mi querido Napoleón, con sus rulitos blancos y su patita renga, incluso él parecía rendirse a mis intentos tristes. Tal vez exagero, nunca sirve de nada quejarme de mi mismo.
       Estaba transpirado y agitado, sentado en un rincón de la sala, hasta que vi a mi padre y me acerqué a él, y antes de que le pudiera decir nada me miró con sus ojos de relámpago a los que de niño no podía ver sin tener pesadillas por las noches y me dijo con su voz ronca y su aliento agrio por el pucho -No te puedo confiar una sola cosa-. No le pude retrucar nada, sabía que tenia razón, otra vez estaba yo decepcionando. Quise decirle que se me había hecho tarde por el reloj, que mi reloj se
descompuso, que está atrasado, que fue el culpable de que yo llegara en un pésimo momento, pero cuando estuve a punto de abrir la boca, se me adelantó y me dijo -No importa, tu hermano murió y ahora está bajo tierra, nada de vos puede arreglar esto, ni siquiera tu pretexto más inteligente-. Quería pegarle una trompada en la cara apenas terminó de escupir el veneno pero solo apreté los labios, tragué la silaba amarga con unas nauseas asquerosas y me dediqué a llorar. Cuando todos ya se fueron yo todavía seguía ahí, tirado en la tierra recién removida y húmeda, tocando con mi mano un tallo de césped solitario y haciéndole rulitos, abandonado en la noche, con un silencio asesino y un ruido infernal en mi cabeza, un panal de abejas enfurecidas suplantó a mi cerebro y mi cara se fue tornando blanca como un papel. Traté de pensar qué hacer, a dónde ir, con quién ir, pero nada parecía tener sentido, sólo tomé el primer bondi que pasó. Al rato me encontré frente a la puerta de una antigua novia de mi adolescencia, toqué timbre y al pasar unos minutos, me abrió su puerta. Estaba tan cambiada que pensé que me había equivocado de casa, le pregunté si no le molestaba que pase a tan altas horas de la noche y me contestó que no, que se había tardado porque tampoco me reconoció al verme por la ventana. Me invitó a pasar, tomamos unos mates dulces, que por cierto, siempre hizo unos muy ricos mates dulces. Después de contarle la mitad de la historia, como siempre, confundí su hospitalidad con lujuria acumulada por el tiempo que nos separó y nos dejó tan irreconocibles el uno del otro, -Ya es muy tarde para esto-, -Es muy tarde para nosotros-, -No hay vuelta atrás-. Tal vez no fueron en ese orden sus palabras, pero otra vez yo estaba caminando sin paradero alguno por la fría noche, al parecer no tenia nada por lo que esforzarme ni tampoco algún lugar a dónde ir. En la calle me encontré tirado un librito todo viejo y rotoso, y sucio, y con manchas de humedad. "EL RELOJ CULPABLE" decía en mayúsculas, sólo tenia el título del libro, ni editorial, ni autor, ni nada. Sólo eran unas 40 páginas, que terminé de leer en una plaza pública. Le faltaba el final, la última página había sido arrancada, como con desprecio saqué una lapicera de mi saco y a letra desprolija me puse a inventar un final para la historia, un final como en los cuentos de mi infancia, donde el tiempo parecía estar congelado, un final como aquellos que me dejaban boquiabierto y en donde la muerte se pagaba con un juicio al tiempo.

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