lunes, 20 de enero de 2020

Pescando hilos - Argos

Son las dos de la tarde y el calor es siempre insoportable a esta hora en Mendoza. Una mosca me vibra en los oídos y cada tanto se choca contra la ventana. Da una pirueta, se pasea por la casa. Mamá y Marina hablan del perro de la vecina de enfrente, lo envenenaron, no se sabe quien fue pero Mamá supone que fue el viejo de al lado, Marina le dice que puede ser, que el viejo esta loco como una cabra. La vecina lleva al perro inerte para su patio. Mamá y Marina están asomadas a la ventana. Yo me voy a la antigua habitación de mamá, (que es fresca y se puede leer tranquilo) pero que desde marzo se la regaló a Marina. Mas yo pienso, que la habitación es de quien la habita en el momento, no así de quien pone objetos de distintas utilidades dentro y los organiza o desorganiza como venga en gana, y llaman, además, con determinante posesivo como "mí cama", "mí ropa", "mí tele", "mí habitación", y todo esto estando fuera de la habitación. Una triste redundancia que por lo demás ignoro. Creerse propietario de la propia ausencia. Yo entiendo esa necesidad de apropiación, viene con el paquete humano, junto con el miedo y otros fetiches. Pero no entiendo la necesidad de adueñarse de la ausencia. Pretender apropiarse de las cosas, los lugares, las personas, los animales, los recuerdos, (los recuerdos... claro ejemplo de la ausencia de propiedad privada) vaya chiste.
Me siento y abro el capítulo donde me había quedado la noche anterior, la página 186, el personaje principal está a punto de resolver uno de los misterios que lo venía atormentando casi doscientas páginas atrás. Aproximadamente, esas 186 páginas, fueron seis meses de su vida, y a mí me llevó casi dos semanas de mi vida. Juegos del tiempo. Leer un libro se parece mucho a un sueño largo, donde se vive una vida con amor y fracasos, y muerte y resurrección, y tan sólo en ocho horas con los ojos cerrados.
Prendo la tele, tal vez quiero dejar en suspenso la trama, o capaz quiero una imagen muda de fondo, tal vez quisiera que Marina y mi madre me escuchasen leer en voz alta y ellas en silencio clavándome sus miradas, mi madre en mis ojos, Marina en mi boca. Pero el tele es quien me hace compañía artificial. No me mal interpreten, me encanta pasar tiempo con mamá y con Marina. Cuando me voy allá, al sur, por el trabajo y los estudios, las extraño una barbaridad; los mates con ellas a la mañana no los cambio por nada. Pero luego me agarra esa tontera de quedarme en soledad, aunque la soledad me da tristeza cuando me voy al sur. Después de un tiempo haciéndole frente a la soledad te das cuenta que la soledad es verdaderamente cómoda y pacífica, y entonces cuando pienso en esto, mamá y Marina se ponen a hablar del perro envenenado de la vecina, o de cualquier otra tragedia del barrio, como cuando a la vieja de la otra cuadra le entraron a robar, o que cada dos por tres el viejo de al lado le pega a su esposa y hay que llamar a la policía constantemente. Y entonces me agarra esa tontera de volver a la triste soledad pacífica e imperturbable, donde recluyo la mayor parte de mí en un libro de extraña metafísica o un problema de ajedrez.
Cierro el libro, apago la tele, voy a cebarle unos mates a mamá y a Marina, tengo ganas de preguntarles si ya se sabe quién envenenó al perro de la vecina.
Antes de salir de la habitación veo a una araña de apenas dos milímetros que baja cabeza abajo por un hilo de seda microscópica y mueve las patas agudas como si estuviese caminando por una pared invisible que corta a la mitad la antigua habitación de mamá, que hace meses le dió a Marina, y que ahora es mía y de la arañita que acaba de caer a la alfombra, y trato de pescar los hilos que dividen a la mitad nuestra habitación con la palma de mi mano y la miopía que me dio la herencia.

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